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sábado, 26 de noviembre de 2011

CARTA


Querido Ángel:


      Espero que no te sorprenda el adjetivo que he puesto junto a tu nombre. A pesar de todo, esta terrible angustia no acaba de borrar el amor que tuve tan dentro de mí.

     Han pasado muchos años desde aquel día en que tus ojos se reflejaron en los míos, fundiéndose en un cielo de caricias que, después de mucho tiempo, me hicieron sonreír.
     Al tenerte entre mis brazos pensé que todo acabaría. Tu mirada angelical recompuso el puzzle de mi corazón… y de nuevo volvió a latir.

     Estaba equivocada… Durante años sólo fuiste la medicina que aliviaba mi dolor, la pomada que calmaba mis heridas; heridas que hoy se vuelven a abrir de la manera más dolorosa.

     El espejo de mi habitación me devuelve una imagen pálida y rota, erosionada por el tiempo, por las continuas lágrimas… Mis dedos temblorosos han buscado imágenes del recuerdo en el álbum de fotos de la memoria y no pueden creer que aquellas pequeñas manos, que un día dejaron sus huellas de pintura roja en un mural infantil, estén manchadas del mismo color…
      ¿Por qué? ¿Por qué has manchado tus manos de sangre? Siempre intenté guiarte por caminos de paz, siempre te dije que nunca siguieras el ejemplo de tu padre.

     Quizás la culpa fue mía. Debí cortar mucho antes las cuerdas que me hacían marioneta de aquel monstruo que llenó mis días de miedo y mis noches de pesadillas, que me ridiculizó tantas veces ante ti y muchas más a tus espaldas, que hizo de mí lo que soy hoy: un juguete roto.

     Me equivoqué al elegir a la persona con la que compartir mi vida, me equivoqué al cerrar mis labios con la llave del silencio, al no cegar tus ojos cada vez que su puño de hierro golpeaba mis entrañas, cada vez que clavaba sus uñas de cristal en mi piel magullada…
     También me equivoqué al ponerte el nombre. Te has convertido en el peor de los demonios. Me equivoqué al traerte al mundo.

     Me duele decirte estas palabras, pero me dolió más ver cómo la sonrisa de Celia se rindió eternamente; que no pueda, siquiera, llorar… que ya no pueda abrir los ojos cuando le llevo las rosas que tanto le gustaban.

     Te escribo esta carta con mis dedos arrugados porque las manos esqueléticas de una muerta no pueden hacerlo. Si eres capaz de leerla, sabrás que cada letra es un grito que sale desde lo más profundo para decirte que no eras dueño de la vida que has segado, que me produces asco, decepción… que no esperes mi visita. Si alguna vez viene a mí tu imagen entre rejas, quiero que sean las de madera de aquella cuna blanca tras las que te veía como un ángel.

    Sólo me queda olvidar, olvidarte… eliminar, incluso, los momentos felices que pasé a tu lado…  aunque, como te decía al principio, esta terrible angustia no acabe de borrar el amor que tuve tan dentro de mí.

Tu madre

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